El subconsciente, siempre al
acecho, me llevó anoche a Praga, en concreto, a aquella tienda llena de
maravillas de cristal, que visité hace algunos años. Deslumbrarse allí no tiene
demasiado mérito, ya que el juego de luces convertía aquel espacio en un polvorín
de destellos, pero hubo algo que provocó en mí una sensación difícil de
describir.
En una vitrina lucía un
árbol majestuoso en su fragilidad. Una auténtica filigrana, cada hoja era en sí
una obra maestra. Me quedé mirándolo un buen rato, hasta que un anciano se me
acercó y me dijo: ¿Sabe por qué está ahí? Porque es imperfecto. Ustedes lo
admiran y no perciben las minúsculas burbujas que lo convierten en una pieza no
apta para compradores exclusivos. Yo lo sé porque lo creé. Quería que fuera tan
excelente, estaba tan seguro de mi genialidad, que perdí el pulso. Para burlar
la claudicación ante la derrota recurrí a una artimaña de trilero: lo coloqué
en esa vitrina y lo convertí en un objeto de deseo inalcanzable; así conseguí
que la inmensa mayoría no viera sus defectos. Nos sonreímos y siguió atendiendo
al resto de clientes.
Nunca entendí por qué me lo
contó a mí, pero desde el primer momento supe que acababa de recibir una
lección magistral.
En mi sueño de anoche
asistía impotente al fugaz instante en que el árbol se le escurría de las manos
a su creador, mientras intentaba pulirlo para acentuar su brillo y disimular
sus faltas. Presencié cómo se rompía en mil pedazos sin que yo pudiera hacer
nada.
Me he despertado realmente
angustiada, pidiéndole a la vida que a mil kilómetros de mí, ese árbol siga
intacto; que pueda vencer su fragilidad y la torpeza de las manos que lo
muestran como lo que no es o, aún peor, que ante sus debilidades, miran hacia
otro lado porque, de lo contrario, ya no sería un oscuro objeto de deseo. Ojalá
consiga echar raíces en la base de madera y roca que lo sostiene para que nunca
tenga que asistir al fugaz instante en que todo lo que le hace bello acabe
convertido en polvo de cristal.